LA FLOR DE CHASNA
El día 3 de mayo de 1493, el conquistador Alonso Fernández de Lugo arribó con quince barcos a las playas de Añaza, lugar que con posterioridad sería conocido como Santa Cruz de Tenerife. En el suelo de la costa clavó una cruz, la santa cruz de la conquista. Ese fue el comienzo de una cadena de luchas feroces en la que cientos de guanches perdieron la vida. Después de tres años de batallas sangrientas, en el mes de julio de 1496, los tinerfeños se sometieron a los dueños de la isla. Descendientes de esta buena y mala gente, no de otra, son los actuales pobladores.Sin embargo, la historia no avanza tan rápido como las palabras y todavía acaecieron mucha peripecias antes de pacificarse la isla por completo, incluso después de rendirse los reyes guanches.Muy arriba, en los alrededores de Chasna, había un grupo de aborígenes alzados que aun resistían a los conquistadores. La ubicación del valle, cercano al Teide y encerrados entre las altas montañas de la isla, permitía a los indígenas atacar a los conquistadores de manera contundente y retirarse con rapidez.Así llegamos a las postrimerías del año de la rendición. Alonso Fernández de Lugo dio órdenes al capitán Pedro de Bracamante para que encontrase y redujese a los guanches alzados.Bracamante reunió un grupo de hombres armados. Después de atravesar las tierras fértiles de Güimar, el profundo barranco de Herques, las cuevas de trogloditas en Fasnia, las secas laderas de Arico e internarse en los suelos abrazadores de Abona, llegaron a Chasna. Por más que buscaron, no vieron ni un alma.
Sin embargo, les sedujo el esplendor del valle y decidieron habilitar allí un campamento y enviar patrullas de observación por los alrededores. Poco a poco, lograron encontrar algunos de los guanches que se habían escondido en las grutas menos accesibles.
En una de estas expediciones, Bracamante dirigía la patrulla. Dentro de una gruta encontró a un grupo de indígenas, mujeres y hombres, que trataron de impedirles la entrada. Se defendían con fuertes golpes de banot y arrojaban piedras. Finalmente Bracamante y sus hombres, favorecidos por sus armas superiores, lograron reducir a los alzados.
Una vez los tuvo a buen recaudo, el capitán Bracamante miro a sus presas: doce hombres, entre ellos varios jóvenes corpulentos y fornidos, que seguramente se podrían vender-bajo cuerda, naturalmente-como esclavos a un precio excelente, siete mujeres, entre ellas una joven de belleza extraordinaria.
El capitán estudio con detenimiento el cuerpo de la muchacha. Ella le devolvió una mirada despectiva, escupió con desprecio al suelo y murmuro en su idioma nativo algo que él no entendió.
-Vigilad bien a estos esclavos.- ordeno Bracamante y, con una sonrisa aviesa, añadió:-De esta dama me ocupare yo personalmente.
La izo del suelo de forma brutal y ato sus manos a la espalda. Mantuvo entre las suyas el largo cabo de cuerda que habia sobrado del nudo y arrastro a la joven hasta su tienda. Ella comprendió que la resistencia por la fuerza no le serviría de nada. Opto por callarse y por mirarle mansamente, con sus ojos enormes y deslumbrantes. Bracamante acuso las miradas como si fuesen disparos de arcabuz. Descubrió la belleza salvaje de la aborigen y, al punto, pareció convertirse en un animal herido, ciego, alucinado. A partir de ese momento, solo sintió el deseo de acariciar sus largos cabellos azabaches, de besar sus labios sensuales como pétalos y de poseer aquel cuerpo exquisito.
Bracamante ordeno a sus hombres que no le molestasen bajo ningún concepto. Se retiro a su aposento de campaña con la intensión de romper la resistencia de la muchacha, utilizando únicamente su encanto varonil, sin recurrir a la fuerza. Pero no obtuvo resultados favorables. Aunque ella realizo todo lo que el oficial le pedía, el pudo sentir el odio de la bella indígena hasta en la tersura de su piel. Pasaron varios días y su locura amorosa se fue acrecentando. Pero también el rechazo y el desprecio de la guanche iban en aumento. Cuanto mayor era el deseo del español de poseerla y de someter sus sentimientos, mas lejos sentía a la muchacha.
Cinco días habían transcurrido y los hombres empezaron a desmantelar el campamento para volver a La Laguna con los prisioneros. Algunos de estos aprovecharon la desorganización de la retirada para huir a las montañas. Entre los que escaparon, figuraba la joven que tanto gustaba a Bracamante. Cuando esta se entero de la fuga, perdió la cabeza. Vociferaba como un loco, mandaba hombres a buscarla, el mismo vagaba de un lado a otro gritando su nombre. Más todos los intentos de capturar a los fugitivos fueron vanos.
Bracamante estaba fuera de sí. La muchacha parecía haberle echado un sortilegio. No parecía capaz de aguantar el dolor que le causaba la perdida. Enloquecido, se golpeaba contra los arboles y se arrojaba al suelo. Sus hombres intentaban por todos los medios tranquilizarle, pero no lo consiguieron.
Finalmente, se torno violento y lo tuvieron que atar con cuerdas para llevarlo a La Laguna. La saliva le caía por la comisura de los labios y se negaba a comer. Había momentos cuando se le veía sentado de una manera apática o tendida en su lecho, con la mirada absorta y los ojos vidriosos. Su agonía parecía aumentar cada día. El Adelantado Alonso Fernández de Lugo visitaba al enfermo con frecuencia y se notaba que sufría al contemplar como uno de sus mejores hombres enloquecía sin que nadie pudiese remediarlo. Transcurrieron tres largos meses de sufrimiento espantosos. La situación del pobre demente se deterioraba cada vez más, a medida que pasaba el tiempo.
Trastornado, obsesionado por el recuerdo de la hermosa guache, termino por perder todas sus fuerzas, extenuado por completo. Quienes lo cuidaban decían que solo hablaba incoherencias. Que en las madrugadas frías de la ciudad del Adelantado podía oírse su voz ronca retumbando en los claustros de los conventos de las monjas de clausura y rebotando en las campanas de las húmedas iglesias. Durante el último mes de agonía, siempre repitió lo mismo.
-¡VI-LA-FLOR-DEL-VALLE!
-¡VI-LA-FLOR-DEL-VALLE!
La tarde en que murió, Bracamante se mantuvo en silencio, con su mirada fija en las tablas de tea que revestían el techo. Unos segundos antes de fallecer, su rostro se dulcificó y susurro:
-VILAFLOR…
Después del triste final de su capitán, los soldados dieron al valle el nombre de de Vilaflor, sustituyendo el anterior topónimo, Chasna. Los alzados no aceptaron la nueva denominación, o quizás no llegaron a conocerla, y por esa razón, ambos apelativos han llegado hasta nuestros días: oficialmente, el pueblo se denomina Vilaflor, pero los vecinos le dicen Chasna.